miércoles, 17 de enero de 2018

PERDONAR ES HUMANO
                                                                “…y Dumas tuvo que seguir viviendo sin su olla.”
                                                                               (Tom Reiss – El Conde Negro)


Inserta en una inalcanzable nebulosa cósmica que jamás será visible para el lente humano, agitando sus pasiones en un pequeño planeta atrapado en las redes gravitacionales de una estrella singularmente parecida a nuestro Sol, una humanidad análoga a la nuestra desplegaba torpemente su aparentemente vana e insignificante vitalidad.
Pero obviamente el Ojo Vigía de la Divinidad velaba sobre ella.
Particularidades propias de lado, el período por el que atravesaban sus instituciones resultaba en un todo equivalente a nuestro tardío medioevo.
Había allí una ciudadela fortificada. Una gruesa y alta muralla la circundaba. Por motivos de seguridad su único portal - exageradamente estrecho - solamente podía ser atravesado por una persona a la vez.
Las casas familiares que dominaban el recinto citadino eran dos, y estaban constantemente en pugna.
A las aspiraciones de cada una de ellas se adherían voluntariamente, como ayer a nuestros florentinos Bianchis y Neros, los atribulados pobladores, enredándose en discusiones y reyertas que no tenían fin, y que naturalmente ingresaban, de modo cíclico, en un crescendo que fatalmente desembocaba en una carnicería.
Si de vez en cuando se daba algún exilio “político”, digamos que los príncipes de esas Casas siempre se las ingeniaban para ser “restablecidos”, y de tal modo la lucha por el poder se perpetuaba.
La pequeña ciudad estaba, en el momento de mi relato, a punto de sumirse en una de estas guerras internas.
Pero no era una más; esta vez las diferencias suscitadas generaron los odios y rencores más amplios que puedan darse dentro de una comunidad, y la población entera estaba dispuesta a la recíproca autoeliminación sin solución de continuidad, hasta el agotamiento mismo de toda su fuerza vital.
En lo altísimo, visualizando esta ocasión, el Uno la hizo propicia de encomienda para dos de sus divinos misioneros, dos arcángeles, dos seres superiores consagrados por los óleos de la Perfección Moral y el Poder Consecuente que es competencia de su evolución.
Para que nosotros, terráqueos, podamos comprender cabalmente la elevación, la estatura ontológica, la dimensión existencial de estos dos seres diremos, por ejemplo, que ellos habían recorrido toda la Rueda del Samsara, habían superado los tres órdenes de la jerarquía kardeciana, y pudieron ascender los ciento veinticinco escalones y atravesar los cinco Mundos de la Kabbalah.
Ellos debían descender frente a la estrecha puerta del muro, y, según los planes divinos, al atravesarla tomar la apariencia humana, para infiltrarse cada uno en cada bando antagónico y así, con la autoridad de sus palabras y la prodigiosa ascendencia de sus naturalezas, guiar a ese poblado irracional hacia la reconciliación a través de las fórmulas que suelen prescribirse para estas cuestiones, a saber: tolerancia, respeto, aceptación, diálogo, y sobre todo mucho, muchísimo Amor.
Y fue entonces que un leproso, quien por su enfermedad formaba parte de los expulsados de la comunidad, arropado malamente y escondido entre unos altos yuyales, observó sin proponérselo, en una clara noche de luna, la materialización, en radiante condensación y a la puerta misma de la ciudad, de las dos sublimes personalidades.
El enfermo fue entonces testigo involuntario de una situación insólita: cada uno de estos dos seres, enfrentados a la puerta unipersonal, dada su inconmensurable elevación, su asumida falta absoluta de egoísmo y su infinita humildad, permanecieron vacilantes cediéndose el paso el uno al otro el suficiente, precioso y apremiante tiempo en el que el odio, detrás del muro, lo consumía todo, en un finalismo abrasador.
Ninguno de los dos se animó a pasar primero, porque el hacerlo suponía tomar respecto al otro una preeminencia imposible de digerir en sus perfectos intestinos angélicos.
Ninguno de los dos quiso llevar esa mancha en su corazón.
Ninguno de los dos osó adelantar un sólo dedo del pie.
La plenitud de sus almas perfectas fue la causa eficiente de sus parálisis.
Entonces ambos cruzaron una sorprendida mirada de celestial desaliento, pues rápidamente se dieron cuenta de que ellos también habían sido, de tal modo, egoístas en la suprema hora de la encomienda. Infinitamente apenados tomaron entonces la decisión de renunciar a tanta perfección y, haciendo un uso postrero de sus poderes angélicos, se dispusieron inmediatamente a reiniciar la rueda, quedando convertidos en piedra en el mismo sitio donde se habían apeado de las seguramente lustrosas pero invisibles pelambres de sus Pegasos.
El leproso corrió a contar esto entre sus iguales, pero en las afueras de la ciudad sus hermanos estaban demasiado entretenidos viendo con asombro como por dentro de los muros todo ardía y se consumía, y los gritos de la gente, esa fatídica noche y desde el interior de ese infierno, aún tapaba la débil vocecita del pobre hombre.
Sin embargo había también entre los expulsados algunos niños que la oyeron vagamente, y en la madrugada, mientras todavía crujían las brasas, fueron llevados por su curiosidad al sitio donde esas dos imponentes estatuas angélicas pagaron el precio de su perfección y pactaron un suicidio, si no de sus almas, si de sus categóricas conquistas
Ahora ellos han vuelto a vivir la vida mineral.
Esos niños conservaron el relato, y el relato se convirtió en una leyenda comunal. Además lo enriquecieron con su fantasía para que nadie ose mancillar un solo átomo de las divinas esculturas para las cuales procuraron dos rústicas rocas aplanadas, como único y pobre pedestal, de modo tal que las figuras apenas sí se levantaran unos pocos centímetros del suelo.
Cuando crecieran - soñaban - sus ojos querían estar a la misma altura que los ojos de granito.
Pero la Lepra se anticipó a ese sueño infantil que elevó a dos ángeles de piedra unos pocos centímetros hacia la dirección del Cielo.
Luego sucedió lo que siempre sucede y nunca deja de suceder: el Tiempo.
Con sus interminables odios, con su carga de envidias y de malas miradas, dentro de la ciudad poco a poco la vida comenzó a florecer nuevamente, y con el paso de los años los dos bandos se reconciliaron y se perdonaron los unos a los otros sin dejar de reconocer sus diferencias ancestrales.
El comercio se expandió, las peleas de algún modo se institucionalizaron, nacieron industrias y una forma de estado - cuando no – apremia hoy allí, como en todos lados, a los revoltosos y los alinea con el resto de las personas.
Las situaciones y las relaciones siguen produciéndose y reproduciéndose mayormente en base a los egoísmos y las diferencias, pero en la combustión del motor de la vida todavía el viejo y olvidado sentimiento del Amor, allá lejos como acá cerca, podemos decir - con una falsamente enriquecida generosidad - que sigue aportando su dos por ciento.
Las paredes, las antiguas paredes de aquella ciudad fueron hace siglos derribadas por impulso de la expansión que produce el progreso y hoy solamente se conservan como reliquias históricas, en lo que vino a ser un inmenso parque en el centro mismo de una grande y luminosa metrópolis moderna, un viejo y angosto pórtico con los pobres restos erosionados de dos estatuas angélicas que lo enfrentan.
Todas las mañanas, como en las peores comedias, algunos perros vagabundos orinan en sus bases, marcando sus territorios.
Y Dios no es Wilde.
Yo tampoco.
                                                                                                  Daniel Pablo Signorini